jueves, 2 de abril de 2009

Un poema para mi Papá.

Anoche me quedé hasta tarde leyendo los poemas que supongo nunca publicaré en libro alguno, aquellos que son para la casa, para el entorno más cercano; ingreso a la habitación de papá, la ahora habitación vacía de papá, a la que siempre acudimos para contarle lo que nos sucedió durante el día, y cuando salgo, regreso otra vez a esos papeles antiguos, miro la tele ya apagada, los muebles, el vidrio de la mesa donde, otra vez, por el descuido de no colocar un posavasos, ha quedado la mancha circular de mi última bebida, abro uno de mis cuadernos y me choco con este poema, con esta construcción que le leí a mi padre varias veces, hasta te veo sonreír, papá, ahora que de nuevo lo digito.
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En Cañaveral, mi viejo contemplaba
cómo caía el sol sobre las aguas,
allí aprendí que no era solo a las iguanas
hacia donde su vista concentraba:
era la luz, el mensaje de los pájaros,
lo que intentaba, con terrible inocencia,
descifrar desde esa transparencia,
para no borrarlo jamás de nuestros párpados.
Después mi viejo cogía el hacha
y derribaba un árbol, un hualtaco,
el corte de su filo era exacto,
y allí: en Cañaveral, en nuestra chacra,
seccionaba el tronco,
lo hacía leña, futura brasa
para calefaccionar la casa;
luego gritaba vencedor, ronco;
yo sentía la habilidad de Don Antonio
vibrar orgullosa entre mis brazos,
sobre las marcas de mi piel, en estos pasos
clavados en la cruz de un equinoccio.
Fue así, al centro de una montaña,
donde aprendí a escupirle a la tristeza,
a mirarla sin rencor, con la certeza
de proteger la paz de mi cabaña.
Mi viejo, ex policía, hombre sabio,
jamás nos limitó en preguntas,
"la flecha tiene que caer adonde apuntas"
"la fuerza está en los sesos de tu cráneo",
yo soy un ciego devoto de sus máximas,
conmigo va su imagen de profeta,
su voz grave, su corazón de esteta;
la bala puntual de sus palabras.
Casi nunca utilizó la honda,
siempre confío en la puntería de su mano,
ahora Don Antonio tiene una sonda
devolviéndole su condición de ser humano,
ya no es el santo que disparaba a los panales,
a las avispas que como mortíferos puñales
nos atacaban en mancha, nos perseguían
para que no retornemos a sus aires,
al espacio en el que con las arañas combatían
destruyendo la precisión de sus telares.
Ahora está allí: inmóvil, los ojos en el techo
preguntando por qué ese extraño sacrificio,
quiere levantarse, incendiar el lecho,
firmar con el hospital un armisticio.
Mi viejo a sobrevivido a dos infartos,
a la diabetes, a un accidente de carretera,
a las guerrillas, a los narcos,
él sabe que hay alguien que lo espera,
por eso no se queja, resiste con disciplina,
soporta el dolor y permanece
como un sacerdote que se inclina
cuando saluda a Dios y le agradece.
Sé que en las manos de mi viejo
reposa la nostalgia de un guerrero,
él no lo dice, me mira y allí lo dejo,
mi viejo sabe que yo también espero
el día que reduzca esa tristeza;
con sus ojos el cielo ha detenido
como quien ordena convencido
que no hay soledad, sola la certeza
de morir como se nace: de improviso,
que nadie habrá alrededor, solo la tierra
profanando el barniz de la madera:
el resto es impreciso.
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2 comentarios:

  1. Estoy seguro q al leerlo tu papa debe haber sonreido de orgullo alla en el cielo, un gran poema para un gran padre.

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  2. Hola Mario!!!!
    gracias por tus palabras, ese poema se lo leí hace dos años, en su cumpleaños número 70, lo extraño un montón a mi viejito, pero nada, sé que volveré a verlo. Espero que podamos reunirnos un día, tú cómo estás?, hace un montón de tiempo no nos vemos.
    saludos a toda tu familia.

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