sábado, 11 de julio de 2009

Para mi tío Wilfredo.

En enero de este año visité Trujillo, el pretexto fue la presentación de mi primera novela en su Feria del Libro, allí pude reencontrarme después de varios años con mi tío Wilfredo, uno de los hermanos menores de papá. Cuando empecé con mis presentaciones públicas, mis padres no se perdían ninguno de mis recitales o conferencias, así fue siempre, hasta que enfermó papá y mi madre tuvo que quedarse en casa para cuidarlo. A los veintitantos aprendí a asimilar su ausencia, después empecé a acostumbrarme ha narrarles los pormenores de cada una de mis presentaciones, sin embargo, en enero, cuando llegué a Trujillo, recordé las tardes en alguno de los auditorios de la UPAO, con ellos en primera fila como mi más devoto público; recordé las noches en el salón consistorial de la Municipalidad, con ellos en primera fila como mi más devoto público; recordé las noches en el patio de la Casa de la Emancipación, con mis padres, otra vez, en primera fila, como mi más devoto público y no pude sino entregarme a la nostalgia al confirmar que aquellos momentos nunca más se repetirían, observaba la tranquilidad de Willy del Pozo y me concentraba en las conversaciones con Carlos Rengifo, César Sánchez y el maese Antón Fabián para intentar disimular esa nostalgia; Trujillo es una ciudad que me arroja sin remordimiento a la tristeza.
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En alguno de esos días quise caminar solo por la avenida América Sur, como en los viejos tiempos, observar los pabellones de la Universidad desde afuera, pasar por Bellas Artes, imaginarme pintando dentro de ese parque de la cultura que no entiendo por qué hasta ahora no utilizan; detenerme en el Óvalo Papal, recordar que por allí se hospedaba Síldar, y seguir, concentrado en el collage de la U.N.T. hasta que mis pies se cansen y me obliguen a sentarme sobre alguno de los muros de la Urbanización San Andrés donde me detuve cuando joven tantas veces: no pude. No me atreví a salir solo, tuve miedo caer en los precipicios de la depre y como un autómata me dediqué a beber frente a la feria. Ni siquiera me atreví a confesarle sobre mi estado emocional a Willy, ellos viajaron a presentar sus libros, si la travesía fue de celebraciones, yo no me sentí con ningún derecho para ejercer la función del aguafiestas. Era el 26 de Enero del 2009. Mi padre falleció 10 días después.
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Sin embargo, hubo alguien que no faltó a ninguna de mis presentaciones, que no fueron pocas (presenté los libros de Wilfredo Ardito, César Sánchez, Antón Fabián, Ricardo Ayllón, Carlos Rengifo, Willy del Pozo), hubo alguien si bien no en primera fila, siempre en todas mis presentaciones: mi tío Wilfredo, con él sentí la presencia de mi viejo, con mi tío, mi padre no se perdió ninguno de los actos en los que su hijo el bohemio frente a su público habló sobre los libros por quien después de algunos años, retornó a ese trujillo gris, a esa ciudad travesti sobre la que Jhonson Centeno todavía permanece.
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Yo no tuve tiempo para agradecerle por las atenciones en su casa. En Lima, en la despedida de mi padre, tampoco pude agradecerle, ahora, y no sé si Usted lee esta bitácora, no importa, permítame decirle gracias porque sin su fuerza Trujillo habría sido más oscuro, sin su abrazo Trujillo habría sido la ciudad del espanto por la que guardo el más siniestro de los respetos. Mi padre estuvo con Usted durante aquellos días, y aunque nos equivocamos respecto a su permanencia entre nosotros, estoy seguro que él lo mira con esos ojos tiernos con los que lo protegía cuando era niño, mi papá lo observa con la misma ternura de aquel año cuando en El Platanar se hirió con el hacha, la misma herramienta que me enseñó a utilizar con destreza para que yo nunca me lastime. El mismo filo con el que ahora corto a las palabras para convertirlas en este abrazo que todavía le debo desde siempre.
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jueves, 2 de abril de 2009

Un poema para mi Papá.

Anoche me quedé hasta tarde leyendo los poemas que supongo nunca publicaré en libro alguno, aquellos que son para la casa, para el entorno más cercano; ingreso a la habitación de papá, la ahora habitación vacía de papá, a la que siempre acudimos para contarle lo que nos sucedió durante el día, y cuando salgo, regreso otra vez a esos papeles antiguos, miro la tele ya apagada, los muebles, el vidrio de la mesa donde, otra vez, por el descuido de no colocar un posavasos, ha quedado la mancha circular de mi última bebida, abro uno de mis cuadernos y me choco con este poema, con esta construcción que le leí a mi padre varias veces, hasta te veo sonreír, papá, ahora que de nuevo lo digito.
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En Cañaveral, mi viejo contemplaba
cómo caía el sol sobre las aguas,
allí aprendí que no era solo a las iguanas
hacia donde su vista concentraba:
era la luz, el mensaje de los pájaros,
lo que intentaba, con terrible inocencia,
descifrar desde esa transparencia,
para no borrarlo jamás de nuestros párpados.
Después mi viejo cogía el hacha
y derribaba un árbol, un hualtaco,
el corte de su filo era exacto,
y allí: en Cañaveral, en nuestra chacra,
seccionaba el tronco,
lo hacía leña, futura brasa
para calefaccionar la casa;
luego gritaba vencedor, ronco;
yo sentía la habilidad de Don Antonio
vibrar orgullosa entre mis brazos,
sobre las marcas de mi piel, en estos pasos
clavados en la cruz de un equinoccio.
Fue así, al centro de una montaña,
donde aprendí a escupirle a la tristeza,
a mirarla sin rencor, con la certeza
de proteger la paz de mi cabaña.
Mi viejo, ex policía, hombre sabio,
jamás nos limitó en preguntas,
"la flecha tiene que caer adonde apuntas"
"la fuerza está en los sesos de tu cráneo",
yo soy un ciego devoto de sus máximas,
conmigo va su imagen de profeta,
su voz grave, su corazón de esteta;
la bala puntual de sus palabras.
Casi nunca utilizó la honda,
siempre confío en la puntería de su mano,
ahora Don Antonio tiene una sonda
devolviéndole su condición de ser humano,
ya no es el santo que disparaba a los panales,
a las avispas que como mortíferos puñales
nos atacaban en mancha, nos perseguían
para que no retornemos a sus aires,
al espacio en el que con las arañas combatían
destruyendo la precisión de sus telares.
Ahora está allí: inmóvil, los ojos en el techo
preguntando por qué ese extraño sacrificio,
quiere levantarse, incendiar el lecho,
firmar con el hospital un armisticio.
Mi viejo a sobrevivido a dos infartos,
a la diabetes, a un accidente de carretera,
a las guerrillas, a los narcos,
él sabe que hay alguien que lo espera,
por eso no se queja, resiste con disciplina,
soporta el dolor y permanece
como un sacerdote que se inclina
cuando saluda a Dios y le agradece.
Sé que en las manos de mi viejo
reposa la nostalgia de un guerrero,
él no lo dice, me mira y allí lo dejo,
mi viejo sabe que yo también espero
el día que reduzca esa tristeza;
con sus ojos el cielo ha detenido
como quien ordena convencido
que no hay soledad, sola la certeza
de morir como se nace: de improviso,
que nadie habrá alrededor, solo la tierra
profanando el barniz de la madera:
el resto es impreciso.
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domingo, 22 de febrero de 2009

La paciencia de Don Antonio.

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Mientras escucho a Vicente Fernández, pienso en ese tipo de paciencia que tuvo mi padre para enseñarme a escribir cuando tenía cuatro años. En casa vivo con mi sobrino, Gerardo Antonio, quien curiosamente acaba de cumplir el 17 de febrero, 4 años. Yo soy su padrino de bautizo. Como mi padre, he intentado casi cincuenta veces sentarme con él y enseñarle a escribir, cuando tenía dos años le enseñé a sujetar el lapicero, igual que mi papá, le di de frente el lapicero, detesto los lápices, no me gusta escribir con lápiz, tampoco dibujar, me da la impresión que es algo que predispone al fracaso, a pensar en equivocarse, que se trata solo de carbón, nada que un buen liquid paper pueda desaparecer de la página siniestrada. Por eso su primera clase fue con un Finepen, el niño hábil, aprendió al tercer intento, ahora ya sabe escribir las vocales y traza muy bien las figuras geométricas, creo que tiene aptitudes para el dibujo. Sin embargo, yo no tengo la paciencia de papá, no soporto cuando se desconcentra con algo, me exaspero cuando le señalo el alfabeto y se distrae con los DVDs regados en su cuarto, yo no voy a ponerme a arreglarle el cuarto, mi papá sí lo habría hecho, o cuando está a punto de copiar la oración que le dejo en el cuaderno y llama a su mamá para pedirle caramelos. Se me viene entonces la imagen de mi papá, recuerdo cuando sobre la alfombra colocaba adrede figuritas de super héroes y al costado de ellas alguna golosina, cuando me desconcentraba con ellas, mi papá me cargaba y escribía sobre la pared, la rayaba, y me sacaba pica, se colocaba un chocolate cerca de su boca y como si alguien lo presionara para que se lo coma, cerraba su boca y seguía concentrado en rayar esa pared con la misma oración que había escrito en mi cuaderno. Entonces yo lo imitaba y sobre la pared repetía lo mismo que él, me olvidaba de las figuritas y los dulces, y me concentraba en terminar con las primeras palabras que redacté como grafitis sobre las paredes de mi casa. Miro a Gerardo, observo la pared, pero no sé si yo tendré el valor de destruir el blanco humo con las crayolas con las que se acerca amenazante, justo ahora cuando Fernández termina la canción.

sábado, 14 de febrero de 2009

Días de entrenamiento

Pablito, mi papá, yo, el 5to es mi padrino, Agustín Negrón,
el 7mo, el Chito Livia, el último: el Burro Pinto.
Los Órganos, Talara, Piura, 1981.
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Definitivamente esta obsesión por el dibujo y la escritura es herencia de mi padre. El Chito Livia, uno de sus compañeros de trabajo, lo jodía porque en las típicas reuniones en las que se jactaban sobre los talentos de los hijos, mientras algunos afirmaban que hablaban casi a la perfección, mi papá les sacaba cachita diciéndoles que su hijo de siete meses dibujaba con una destreza extraordinaria. "Anda huevón, tu hijo no sabe ni agarrar la teta y nos vienes con huevadas" le respondió el Burro Pinto, con ese argot, típico de tombo. Mi viejo lo queda mirando, se mide como tomando impulso para aplicarle un combo, cuando Livia levantándoles el brazo, avisa que acababa de frenar el Eppo, un bús que venía desde El Alto, población desde donde mi viejita llegaba con el almuerzo. Mi papá trabajaba en control de carreteras de Los Órganos (Talara, Piura).
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"Ahora vas a ver quien no sabe agarrar la teta" le dice mi padre al Burro Pinto, aplicándole un manotazo sobre el hombro. Livia y el resto se burlaron. "Este tío está loco, ya quemó cerebro", murmuran. "Suave que se enciende". "Préstame a Haito" le dice a mi viejita, ingresa conmigo en sus brazos, me sienta en la silla del retén, rompe una hoja del cuaderno de denuncias, señala el patrullero: "dibújalo" me ordena. No me acuerdo de nada, sin embargo, comenta el Chito Livia que yo miré como un viejo el auto, tomé el papel y empecé a dibujar las llantas, después la capota y, finalmente, a un policía con su kepí, de conductor. "Mierda" exclamó el Burro Pinto. "Este mocoso es reencarnado", afirmó Livia. Y me quedé con esa chapa hasta el año 83. Yo nací el 78.
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Agustín Negrón, mi padrino, me confesó años después, que mi papá, desde que nací, hacía que repita círculos con un lápiz, después cuadrados y triángulos, una tarde, intrigado con su fijación por distraerme durante horas dibujando esas figuras geométricas, le pregunta por qué ese ejercicio. "Es para que aprenda a dominar su pulso", le respondió mi padre, "caray, con razón no le tiembla la mano", efectivamente, gracias a esos ejercicios, que tampoco recuerdo, pero sé repetí como un esquizo, mi pulso adquirió una seguridad que ya quisieran dominar los alumnos de las escuelas de bellas artes, mi viejito hizo que desarrolle ese talento. Y es tan anterior a mi razón que estoy seguro por eso cuando mis palabras se quedan cortas para expresarme, acudo a los trazos e intento dibujar aquellos gritos que no puedo reducirlos con la lengua.
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Un día, papá, voy a exponer mis dibujos para rendirte un homenaje, mientras tanto regreso al finepen o a la tinta china, pienso en tu voz, en ese tono enérgico. Observo como cuando niño el pliego de cartulina hilo y dejo libre esta sensación por capturarte, por aferrarme contigo en estas líneas que estuvieron desde siempre.
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jueves, 12 de febrero de 2009

El santo y la monja.


Mi papá en la comisaría de Yungay, 1970
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Mis padres se conocieron en Yungay, en plena catástrofe, el 70. Mi madre era monja, Sor María del Socorro, miembro de la congregación Reparadoras del sagrado corazón de Jesús; mi padre policía y mormón, Élder de la Iglesia de Jesucristo de los santos de los últimos días. Mi viejito fue destacado a Yungay, acababa de divorciarse de su primera esposa con quien tuvo cinco hijos; mi mamá recién había sido informada sobre el fallecimiento de su papá, el camarada Viale, seis años después de su deceso, por culpa de un cáncer. Ambos sufrían. Los dos venían con pérdidas notables. Les bastó mirarse para saber que estaban destinados a una vida juntos.
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Supongo que ninguno imaginó lo que vivirían. Mi papá me contó que cuando tembló la tierra, algunos pocos salieron de sus casas corriendo hacia los cerros, entre esos pocos, estaban mis padres, fue en esa huída por la supervivencia cuando el policía choca con los ojos de la monja, la toma de la mano para que no desmaye en la fuga, la ayudó a subir a lo alto de la cima. Cuando estaban casi llegando, ante el estruendo mortal de algo que rompía a todo un pueblo, voltean y ven cómo la avalancha lo barría, entonces mi papá la abraza y la acompaña como quien intenta hacer magia para que disminuya el miedo.
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Al día siguiente la desolación era terrible. Ya estaban marcados, tenían que verse, la tragedia los había puesto frente a frente: mi padre como policía tuvo que recoger a los damnificados, mi madre como religiosa protergerlos. Fue velando por el prójimo cómo aprendieron el uno sobre el otro, fue al centro de ese dolor cómo fueron narrándose sus historias. Mi padre quedó conmovido con la vida de mi madre, mi mamá prendada con las historias de mi viejo.
. Sor María del Socorro, con sus alumnas, en Yungay, 1970.
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Lo complicado sería convencer a la monja que el amor venía con ese hombre con quien corrió hacia los cerros, mi madre, con aros perpetuos, estaba entregada a Cristo, cómo hacerle caso a su corazón cuando ella estaba comprometida de por vida con la iglesia, era la madre Sor María, la profesora de religión, la gordita del hábito negro, cuando la madre superiora intuyó que algo sucedía entre el policía y la sor, inmediatamente la trasladaron a Lima, al convento de la calle Bellavista, en Miraflores. Por supuesto mi viejo no sería un hueso fácil de roer, valiéndose de algunos contactos pidió su cambio a Lima, él necesitaba estar cerca a su monjita. Empezó entonces la persecución. A mi madre la comisionaron a Piura, mi papá pidió su cambio a Piura, la enviaron después a Trujillo, mi viejito entonces a Trujillo, finalmente la regresaron a Lima, mi padre no desmayaría, pidió su cambio a Corpac, tenía que estar también en Lima. Era el amor, no dejaría que escape, para esto habían pasado seis años. Era marzo de 1976.
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Fue el propio Cardenal Landázuri, quien le dio "la libertad" a mi madre, conmovido le dijo que su lugar era al lado de ese hombre de rostro duro y tierno, mi mamá que estaba completamente convencida que el suyo era el amor más puro e intenso, abrazó al Cardenal, le agradeció por comprender su corazón mortal, y se aferró para siempre de la mano de ese Élder, del santo de los últimos días con quien vivió hasta que sus ojos se cerraron para reencontrase con lo eterno. Mi mamá entonces dejó de ser la Madre Sor María del Socorro, para convertirse en la madre (ahora de familia): Socorro Viale de Alva.
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"Tú sabrás, hijo, si lo que tus ojos miran en los ojos de esa chica, es amor real, lo sabrás inconscientemente, lo sentirás por instinto, será un aviso, cuando ese día llegue, no le temas al tiempo, el tiempo solo existe en tu cabeza, el amor no tiene nada que ver con la razón, solo síguelo, atrápalo, no temas" Me dijo mi papá hace algunos años. Intento hacerte caso viejo. Intento tener tu fortaleza. Supongo que como a ti, alguien debe estar por allí esperando el amor de este poeta. Estoy atento.

En Trujillo, mi mamá conmigo y mis hermanos. 1984.