domingo, 22 de febrero de 2009

La paciencia de Don Antonio.

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Mientras escucho a Vicente Fernández, pienso en ese tipo de paciencia que tuvo mi padre para enseñarme a escribir cuando tenía cuatro años. En casa vivo con mi sobrino, Gerardo Antonio, quien curiosamente acaba de cumplir el 17 de febrero, 4 años. Yo soy su padrino de bautizo. Como mi padre, he intentado casi cincuenta veces sentarme con él y enseñarle a escribir, cuando tenía dos años le enseñé a sujetar el lapicero, igual que mi papá, le di de frente el lapicero, detesto los lápices, no me gusta escribir con lápiz, tampoco dibujar, me da la impresión que es algo que predispone al fracaso, a pensar en equivocarse, que se trata solo de carbón, nada que un buen liquid paper pueda desaparecer de la página siniestrada. Por eso su primera clase fue con un Finepen, el niño hábil, aprendió al tercer intento, ahora ya sabe escribir las vocales y traza muy bien las figuras geométricas, creo que tiene aptitudes para el dibujo. Sin embargo, yo no tengo la paciencia de papá, no soporto cuando se desconcentra con algo, me exaspero cuando le señalo el alfabeto y se distrae con los DVDs regados en su cuarto, yo no voy a ponerme a arreglarle el cuarto, mi papá sí lo habría hecho, o cuando está a punto de copiar la oración que le dejo en el cuaderno y llama a su mamá para pedirle caramelos. Se me viene entonces la imagen de mi papá, recuerdo cuando sobre la alfombra colocaba adrede figuritas de super héroes y al costado de ellas alguna golosina, cuando me desconcentraba con ellas, mi papá me cargaba y escribía sobre la pared, la rayaba, y me sacaba pica, se colocaba un chocolate cerca de su boca y como si alguien lo presionara para que se lo coma, cerraba su boca y seguía concentrado en rayar esa pared con la misma oración que había escrito en mi cuaderno. Entonces yo lo imitaba y sobre la pared repetía lo mismo que él, me olvidaba de las figuritas y los dulces, y me concentraba en terminar con las primeras palabras que redacté como grafitis sobre las paredes de mi casa. Miro a Gerardo, observo la pared, pero no sé si yo tendré el valor de destruir el blanco humo con las crayolas con las que se acerca amenazante, justo ahora cuando Fernández termina la canción.

sábado, 14 de febrero de 2009

Días de entrenamiento

Pablito, mi papá, yo, el 5to es mi padrino, Agustín Negrón,
el 7mo, el Chito Livia, el último: el Burro Pinto.
Los Órganos, Talara, Piura, 1981.
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Definitivamente esta obsesión por el dibujo y la escritura es herencia de mi padre. El Chito Livia, uno de sus compañeros de trabajo, lo jodía porque en las típicas reuniones en las que se jactaban sobre los talentos de los hijos, mientras algunos afirmaban que hablaban casi a la perfección, mi papá les sacaba cachita diciéndoles que su hijo de siete meses dibujaba con una destreza extraordinaria. "Anda huevón, tu hijo no sabe ni agarrar la teta y nos vienes con huevadas" le respondió el Burro Pinto, con ese argot, típico de tombo. Mi viejo lo queda mirando, se mide como tomando impulso para aplicarle un combo, cuando Livia levantándoles el brazo, avisa que acababa de frenar el Eppo, un bús que venía desde El Alto, población desde donde mi viejita llegaba con el almuerzo. Mi papá trabajaba en control de carreteras de Los Órganos (Talara, Piura).
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"Ahora vas a ver quien no sabe agarrar la teta" le dice mi padre al Burro Pinto, aplicándole un manotazo sobre el hombro. Livia y el resto se burlaron. "Este tío está loco, ya quemó cerebro", murmuran. "Suave que se enciende". "Préstame a Haito" le dice a mi viejita, ingresa conmigo en sus brazos, me sienta en la silla del retén, rompe una hoja del cuaderno de denuncias, señala el patrullero: "dibújalo" me ordena. No me acuerdo de nada, sin embargo, comenta el Chito Livia que yo miré como un viejo el auto, tomé el papel y empecé a dibujar las llantas, después la capota y, finalmente, a un policía con su kepí, de conductor. "Mierda" exclamó el Burro Pinto. "Este mocoso es reencarnado", afirmó Livia. Y me quedé con esa chapa hasta el año 83. Yo nací el 78.
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Agustín Negrón, mi padrino, me confesó años después, que mi papá, desde que nací, hacía que repita círculos con un lápiz, después cuadrados y triángulos, una tarde, intrigado con su fijación por distraerme durante horas dibujando esas figuras geométricas, le pregunta por qué ese ejercicio. "Es para que aprenda a dominar su pulso", le respondió mi padre, "caray, con razón no le tiembla la mano", efectivamente, gracias a esos ejercicios, que tampoco recuerdo, pero sé repetí como un esquizo, mi pulso adquirió una seguridad que ya quisieran dominar los alumnos de las escuelas de bellas artes, mi viejito hizo que desarrolle ese talento. Y es tan anterior a mi razón que estoy seguro por eso cuando mis palabras se quedan cortas para expresarme, acudo a los trazos e intento dibujar aquellos gritos que no puedo reducirlos con la lengua.
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Un día, papá, voy a exponer mis dibujos para rendirte un homenaje, mientras tanto regreso al finepen o a la tinta china, pienso en tu voz, en ese tono enérgico. Observo como cuando niño el pliego de cartulina hilo y dejo libre esta sensación por capturarte, por aferrarme contigo en estas líneas que estuvieron desde siempre.
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jueves, 12 de febrero de 2009

El santo y la monja.


Mi papá en la comisaría de Yungay, 1970
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Mis padres se conocieron en Yungay, en plena catástrofe, el 70. Mi madre era monja, Sor María del Socorro, miembro de la congregación Reparadoras del sagrado corazón de Jesús; mi padre policía y mormón, Élder de la Iglesia de Jesucristo de los santos de los últimos días. Mi viejito fue destacado a Yungay, acababa de divorciarse de su primera esposa con quien tuvo cinco hijos; mi mamá recién había sido informada sobre el fallecimiento de su papá, el camarada Viale, seis años después de su deceso, por culpa de un cáncer. Ambos sufrían. Los dos venían con pérdidas notables. Les bastó mirarse para saber que estaban destinados a una vida juntos.
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Supongo que ninguno imaginó lo que vivirían. Mi papá me contó que cuando tembló la tierra, algunos pocos salieron de sus casas corriendo hacia los cerros, entre esos pocos, estaban mis padres, fue en esa huída por la supervivencia cuando el policía choca con los ojos de la monja, la toma de la mano para que no desmaye en la fuga, la ayudó a subir a lo alto de la cima. Cuando estaban casi llegando, ante el estruendo mortal de algo que rompía a todo un pueblo, voltean y ven cómo la avalancha lo barría, entonces mi papá la abraza y la acompaña como quien intenta hacer magia para que disminuya el miedo.
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Al día siguiente la desolación era terrible. Ya estaban marcados, tenían que verse, la tragedia los había puesto frente a frente: mi padre como policía tuvo que recoger a los damnificados, mi madre como religiosa protergerlos. Fue velando por el prójimo cómo aprendieron el uno sobre el otro, fue al centro de ese dolor cómo fueron narrándose sus historias. Mi padre quedó conmovido con la vida de mi madre, mi mamá prendada con las historias de mi viejo.
. Sor María del Socorro, con sus alumnas, en Yungay, 1970.
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Lo complicado sería convencer a la monja que el amor venía con ese hombre con quien corrió hacia los cerros, mi madre, con aros perpetuos, estaba entregada a Cristo, cómo hacerle caso a su corazón cuando ella estaba comprometida de por vida con la iglesia, era la madre Sor María, la profesora de religión, la gordita del hábito negro, cuando la madre superiora intuyó que algo sucedía entre el policía y la sor, inmediatamente la trasladaron a Lima, al convento de la calle Bellavista, en Miraflores. Por supuesto mi viejo no sería un hueso fácil de roer, valiéndose de algunos contactos pidió su cambio a Lima, él necesitaba estar cerca a su monjita. Empezó entonces la persecución. A mi madre la comisionaron a Piura, mi papá pidió su cambio a Piura, la enviaron después a Trujillo, mi viejito entonces a Trujillo, finalmente la regresaron a Lima, mi padre no desmayaría, pidió su cambio a Corpac, tenía que estar también en Lima. Era el amor, no dejaría que escape, para esto habían pasado seis años. Era marzo de 1976.
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Fue el propio Cardenal Landázuri, quien le dio "la libertad" a mi madre, conmovido le dijo que su lugar era al lado de ese hombre de rostro duro y tierno, mi mamá que estaba completamente convencida que el suyo era el amor más puro e intenso, abrazó al Cardenal, le agradeció por comprender su corazón mortal, y se aferró para siempre de la mano de ese Élder, del santo de los últimos días con quien vivió hasta que sus ojos se cerraron para reencontrase con lo eterno. Mi mamá entonces dejó de ser la Madre Sor María del Socorro, para convertirse en la madre (ahora de familia): Socorro Viale de Alva.
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"Tú sabrás, hijo, si lo que tus ojos miran en los ojos de esa chica, es amor real, lo sabrás inconscientemente, lo sentirás por instinto, será un aviso, cuando ese día llegue, no le temas al tiempo, el tiempo solo existe en tu cabeza, el amor no tiene nada que ver con la razón, solo síguelo, atrápalo, no temas" Me dijo mi papá hace algunos años. Intento hacerte caso viejo. Intento tener tu fortaleza. Supongo que como a ti, alguien debe estar por allí esperando el amor de este poeta. Estoy atento.

En Trujillo, mi mamá conmigo y mis hermanos. 1984.